EL IGNORANTE
PRIVILEGIADO
Rafael R. Valcárcel
No siempre, pero casi siempre,
Francisco Arce Beltrán iniciaba la siesta con el mismo pensamiento: Gracias.
Una palabra que representó con millares de imágenes y ninguna letra, porque su
nombre completo era lo único que sabía escribir.
Se consideraba un privilegiado.
Yo lo veía como un ignorante, además de conformista. Y me refiero a su etapa
adulta, porque era comprensible que de niño no hubiese podido estudiar. Labró
la tierra hasta que la sequía del 62 dejó a su familia sin propiedad en favor
del banco, viéndose obligado a migrar a la ciudad antes de cumplir los trece
años. Mendigando por las calles, entabló amistad con un vagabundo que tocaba la
guitarra. Le enseñó una canción. La aprendió con muchísimo esfuerzo. Quiso
enseñarle otra. A Francisco no le interesó. Para él, una bastaba para ganarse
la vida.
Durante cuatro décadas,
únicamente ha cantado ese tema. Le gustaba decir que entre él y un sellador de
sobres no había ninguna diferencia. No profundizaba. Ahí terminaba su
comentario, con un rostro que rebozaba satisfacción. ¡Ignorante, conformista y
descaradamente estúpido! Me irritaba.
Ya no.
Comenzó a desbaratar mis
prejuicios la tarde que me preguntó qué buscaba alcanzar con tanto estudio y
competitividad. Respondí. Mi meta era su presente. A Francisco Arce Beltrán se
le veía tranquilo, contento y en paz. Era feliz, monótonamente feliz.
De todas formas, él estaba
equivocado. Su actividad distaba mucho de la que realizaba un sellador de
sobres. Si bien Francisco repetía una misma acción a lo largo del día, el
público interrumpía su rutina cuando, entusiasmado, le pedía “otra, otra”. Y
eso ocurrió con una frecuencia creciente porque cada vez interpretaba mejor el
tema. En varias ocasiones, salió del apuro improvisando historias que nunca
reutilizaba, puesto que no se daba el trabajo de memorizarlas. Sin embargo, al
madurar su autoestima, se aventuró a decir la verdad, complementándola con el
siguiente argumento: “Si un compositor puede subsistir toda su vida con las
regalías de una canción, por qué yo no puedo hacerlo cantándola”.
En una oportunidad, al estar por
finalizar su jornada callejera, un espectador le ofreció una suma tentadora por
tocar en la fiesta sorpresa que estaba organizando para su pareja. Aceptó. Tres
horas después, inició su concierto. Tres minutos más tarde, se quedó sin
repertorio. Aplausos prolongados. Volvió a cantar el mismo tema. Silencio
prolongado. Sonreía mientras pensaba. Nuevamente, las cuerdas de la guitarra
reprodujeron la melodía, pero, en lugar de acompañarla con la letra, propuso un
Karaoke concurso y dotó al premio con la mitad de la paga que iba a recibir esa
noche. Tocó las notas de la canción hasta el amanecer. Los invitados,
encantados con la velada, lo fueron contratando para distintas celebraciones,
incluyendo cumpleaños infantiles. Dado el éxito, los nuevos invitados hicieron
lo propio, y la rueda giró. Las Radios desempolvaron el vinilo original, pero
la gente reclamabala versión de Francisco. La grabaron y difundieron. Sonaba en
toda la ciudad, a cada rato, acelerando el desenlace. Nadie quiso volver a
oírla.
Cuando estaba por marcharse, BMG
y Sony le ofrecieron producir un disco con temas inéditos. Ni siquiera lo dudó.
Respondió que no. Se trasladó a Córdoba con el ánimo intacto.
Al ir conociendo los valores de
su perspectiva, fui compartiendo —en parte— la admiración que él sentía hacia
las personas que desempeñaban orgullosas una labor simple y monótona. Francisco
creía que ellos tenían la posibilidad de no pensar en nada, dejando libre el espacio
para sentir, como cuando él labraba la tierra y las imágenes fluían por las
emociones y no por la razón.
Francisco Arce Beltrán encontró
la forma de tener una vida interesante, libre y segura, sin saber leer ni
escribir. Sólo le hizo falta aprender una canción para comprar una casa,
mantener a su esposa y tres hijos, disfrutar de sus vicios inofensivos y hasta
gozar de vacaciones cada cuatro meses. El resto de cosas que aprendió no tenían
ninguna utilidad económica, cultural o social, simplemente le sirvieron para
mantener a salvo la mayor parte de su descontaminada ignorancia.
Francisco Arce Beltrán encontró
la forma de tener una vida interesante, libre y segura, sin saber leer ni
escribir. Sólo le hizo falta aprender una canción para comprar una casa,
mantener a su esposa y tres hijos, disfrutar de sus vicios inofensivos y hasta
gozar de vacaciones cada cuatro meses. El resto de cosas que aprendió no tenían
ninguna utilidad económica, cultural o social, simplemente le sirvieron para
mantener a salvo la mayor parte de su descontaminada ignorancia.